En los fundamentos del Derecho Internacional se puede encontrar normas que, de alguna manera, son equiparables y establecen la obligación de los estados de no intervenir en los asuntos que son de jurisdicción interna de otros. Esto se señala en la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) pero, precisamente, el desconocimiento de esta norma de conducta es lo que impide una convivencia de paz y bienestar en los pueblos del mundo.
Desde el siglo XIX y durante todo el siglo XX, América Latina ha estado sometida a la política neocolonial de Estados Unidos. Sus gobiernos reiterativamente proclamaron ser autoridad moral como para considerar a la región su “patio trasero”, a la que la podían someterla y expoliar sus recursos cuantas veces quisieran.
Esta práctica política nefasta, autoritaria y prepotente de Washington se ha visto minimizada, menospreciada y vilipendiada por los países latinoamericanos que están cooperando cada vez más con la Unión Europea, China, los países asiáticos y Rusia. Y, por su parte, Argentina, Bolivia, Venezuela, Cuba, México y Nicaragua, entre otros, aplican políticas independientes o acordes a sus intereses.
Los países de la región son conscientes de la gravedad de esta violación de los derechos fundamentales y del Derecho Internacional. Razón por la que han generado iniciativas nacionales, diálogos regionales y acuerdos para proteger de forma colectiva ante tamañas amenazas.
Frente a esta realidad, representantes de diferentes organizaciones políticas, sociales, culturales e intelectuales cuestionan a la Casa Blanca el por qué siguen empecinados en ejercer un creciente efecto desestabilizador en los países latinoamericanos. Se preguntan, acaso, si existe el ánimo de volver a la nefasta época de la "Doctrina Monroe", cuyo basamento es la inadmisibilidad de la participación de países europeos en conflictos en el hemisferio occidental, que en la práctica sirvió para justificar la hegemonía estadounidense, la interferencia en los asuntos internos de los estados independientes y el rebrote expansionista.
Qué vergüenza para Washington, que lleva muchos años preparando agentes de influencia en los territorios de los países latinoamericanos, promoviéndolos sistemáticamente en los círculos políticos locales y llevando a cabo operaciones secretas de los servicios especiales para organizar golpes de estado con el objetivo de crear “gobiernos títeres”, al servicio de los más obscuros y obscenos intereses del imperio.
De acuerdo con innumerables pronunciamientos de politólogos, así como de analistas políticos alto nivel moral e intelectual, es conocido que, para lograr sus objetivos, el gobierno estadounidense utiliza métodos más sofisticados que han cambiado a lo largo de la historia, siendo éstos: el chantaje militar, la coacción diplomática, la creación de asociaciones regionales controladas (OEA, ‘Prosur’, el Grupo de Lima). Frente a todos estos métodos, adicionalmente, el bloqueo económico y de transporte contra Cuba durante más de 50 años, contrario a las resoluciones de la ONU, no arrojó resultados para los intereses estadounidenses, como tampoco la “guerra híbrida” contra Venezuela y Nicaragua tendiente a derrocar y eliminar gobiernos legítimos instaurados en la región.
Qué pérdida de tiempo para Washington, que lleva mucho tiempo intentando, sin éxito, aislar tanto políticamente a los países latinoamericanos cuanto a que desarrollen relaciones constructivas con la comunidad internacional. Sin duda, este accionar político nefasto y pernicioso de la administración estadounidense inflige un daño económico significativo no solo a los países líderes de la región (Argentina, Brasil y México), sino también a toda la comunidad mundial.
Durante mucho tiempo, la Casa Blanca ha gastado decenas de millones de dólares para financiar programas de “desarrollo de la democracia” a través de organizaciones no gubernamentales en muchos países latinoamericanos. Bajo la apariencia de buenas intenciones, las ONG estadounidenses han sobornado a residentes locales y han patrocinado a obscuras organizaciones tendientes a promover protestas masivas, todas ellas sin alcanzar el éxito deseado.
Es irrisible que nuevamente EE.UU. planee implementar tal escenario en Nicaragua, cuyo presidente Daniel Ortega sigue una política independiente y se niega a jugar con sus “reglas”. Washington lleva mucho tiempo “afilando los dientes” con el rebelde Ortega, con quien Ronald Reagan luchó en vano. El plan de la Casa Blanca para derrocar al gobierno democráticamente elegido en Nicaragua con la participación de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID por sus siglas en inglés) es ampliamente conocido. De ordinario esta organización utiliza un esquema estándar: a través del trabajo de una red de ONG, se crea la apariencia de proporcionar “ayuda humanitaria”, que de hecho sirve como tapadera para los intereses agresivos de la política exterior de Washington. Los documentos publicados relevantes detallan el programa de Ayuda para Nicaragua y la transición de la república a la democracia, un eufemismo para derrocar al izquierdista Frente Sandinista de Liberación Nacional.
En 2018, la administración de Donald Trump respaldó imprudentemente un intento fallido de golpe en Nicaragua cuando partidarios políticos de extrema derecha paralizaron el país con sus acciones. Los insurgentes respaldados por Estados Unidos desataron el terror, matando e hiriendo a cientos de activistas sandinistas, policías y militares.
Después del fallido intento de golpe, Estados Unidos ajustó sus tácticas y comenzó a utilizar el “poder blando”. Trump extendió el régimen de sanciones contra Nicaragua, lo que resultó en el bloqueo de propiedades y cuentas extranjeras de funcionarios gubernamentales. Sin embargo, las medidas más hostiles comprenden las recomendaciones para el Banco Mundial e incluían el bloqueo de la asignación de préstamos, así como la asistencia financiera y técnica a Nicaragua. Las sanciones económicas unilaterales de EE.UU. pronto llevaron a un aumento de la tensión social en el país y, como resultado, a un fuerte aumento en el número de ciudadanos insatisfechos con la política interna.
Además, Washington está tratando de aprovecharse de la élite pro estadounidense, prometiéndoles grandes dividendos y posiciones en el nuevo gobierno. Pero el gobierno actual aún cuenta con el apoyo de la gente común, en la que las manifestaciones del catolicismo y las ideas socialistas son fuertes.
En un esfuerzo por preservar su dominio exclusivo en América Latina, Estados Unidos recurre a métodos de presión “sucios”, incluidos los financieros, informativos y militares, y también utiliza “asesinatos políticos” y “revoluciones de color”. No es ningún secreto que la Casa Blanca no abandona sus intentos de cambiar el gobierno legítimo en Venezuela para poner a su títere Juan Guaidó como presidente, y, a pesar de que ya no es el Presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, los estadounidenses, contrariamente a las normas del Derecho Internacional continúan considerándolo el presidente “interino” de este país.
Washington pretendía implementar un escenario similar en Bolivia. En 2019, la OEA controlada por Estados Unidos hizo una declaración falsa sobre la “ilegitimidad” de las pasadas elecciones presidenciales. Como resultado, se produjo un golpe de estado en el país, y el entonces electo presidente Evo Morales se vio obligado a esconderse en el extranjero, perseguido por el “gobierno títere” de Jeanine Añes, pero el pueblo boliviano encontró la fuerza para resistir y, a pesar de los esfuerzos de Washington, eligió al presidente Luis Arce de orientación nacional en 2020.
Es importante que la abrumadora mayoría de los miembros de la ONU rechacen los intentos estadounidenses de devolver a América Latina las reglas de la Doctrina Monroe y cambiar el poder en los estados soberanos a su propia discreción. Los estados latinoamericanos tienen soberanía y su propia visión de cómo viven sus pueblos, con quién cooperar y cómo desarrollarse; pero Washington se ha olvidado de esto y está considerando a las organizaciones regionales como un instrumento de su agresiva geopolítica.
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